martes, 22 de septiembre de 2009

la escritura es la firma de un ausente

Escribir.


Volver a escribir, como si nada más fuera a pasar en el mundo.


Escribir, reescribir, sobreescribir, pintar una cartulina negra de blanco, dejando solo los delgados pelos de unas letras.


Escribir en la arena de la playa los síntomas del trastorno límite y que las gaviotas, vengativas, distorsionen con sus patas donde dice “alteración de la identidad: autoimagen o sentido de sí mismo acusada y persistentemente inestable”.


Escribir como un niño, cuyo teclado sólo tiene gastadas las vocales.


El olor de los libros plastificados, envasados al vacío. Los libros de los amigos. Un olor a grafiti recienhecho. La tinta de una página corriéndose con la siguiente. La firma interrumpida por una gota de sudor.


Un poema irreal, como el esqueleto de un amigo.


Imprimir el cardiograma sobre una partitura.


La chica a la que le escribías en la espalda títulos de películas y discos, y luego protestaba cuando por teléfono te negabas a recomendarle nada: “luego venga a escribir en la espalda, ¿eh?”.


O aquella otra a la que le robaste El arte de callar. Y se hizo el silencio.


O la que nunca había leído un libro. Un cuerpo que era vapor de carne.


Comenzar diciendo “perdón”. Terminar diciendo “gracias”.


Escribir, como Ballard: “creo en los próximos cinco minutos”.


La cocina se hizo para el misterio. Una naranja en el escurreplatos, la sartén que aprovecha el interior del horno, una manopla tapada con cáscaras.


El e-mail de un colega, en prosa, que es como se dice la verdad.


Escribir, tan solo para inventar un nuevo género: la pornogreguería (porno soft, que todo hay que decirlo):


“El cabello es sutil, pues con él puede hacerse hasta un pincel; sin embargo, el vello púbico no da para mucho más que un estropajo”.


Escribir iniciales en el árbol genealógico.


La sentencia de Cansinos-Asséns: “puedo saludar a las estrellas en catorce idiomas clásicos y modernos”.


Levantar el vaso durante la noche y que una estrella fugaz coincida en las burbujas del champán.


La enorme vida, en la que caben incluso las quejas sobre la vida. Sus defectos. Sus negaciones.


Escribir para invadir. Escribir para habitar. Escabullirse. Reproducirse


Matrimonios que duran una milésima, promesa de un centímetro, hijos que nacen sobre la marcha.


RMR, JRJ, WCW... todos empezaron como nosotros. Un día nuestras iniciales también serán palindrómicas.


Escribir, conectarse al indigente del banco, que no tiene a nadie a quien decir “ya voy”.


Flechas en un grafiti del infierno. “Te echo de menos” en una postal de la Torre Eiffel a medio construir.


¿Sabes? El domador de palabras morirá entre palabras. El aro del domador de leones es su aureola. El domador de pulgas tiene ladillas.


Escribir, como la vampira de Déjame entrar le dice a su novio normal: “Sé un poco como yo”.


Estas notas dispersas, sagradas escrituras del estrés.


Escribir un epitafio: “sigo aquí”.


¿He dado ya las gracias?


Escribir otra pornogreguería,

porque sí:


“la prótesis del clítoris”.