Así pues, existe un “amor a uno mismo” y un “odio de uno mismo” que son tan originarios como el “amor a los otros” y un “odio a los otros”. El “egoísmo” no es “amor de sí mismo”. Pues en el “egoísmo” mi propio yo individual no me es dado como objeto del amor, desprendido de todos los vínculos sociales y sólo concebido como portador de todos los tipos de valores superiores, que, por ejemplo, son expresados en el concepto de “bienaventuranza”, sino que siempre me soy dado a mí mismo en la tendencia como “uno entre otros”, que simplemente no “toma en consideración” los valores de los otros. Justamente el egoísmo precisa que veamos a los otros y que veamos también sus valores y sus bienes, y consiste justamente entonces en que “no tomamos consideración” las exigencias de estos valores (que ya es un acto positivo y no algo así como la ausencia del mismo). El “egoísmo” no es un comportamiento “como si uno estuviera solo en el mundo”, al contrario, presupone la existencia del individuo como miembro de la sociedad. Justamente el egoísta está poseído por su “yo social”, ¡el cual le oculta su yo íntimo individual! Y no tiene este yo social como objeto de un acto de amor, sino que está simplemente “poseído” por él, es decir, vive en él. Tampoco está orientado hacia sus valores (justamente los encuentra de modo casual), sino hacia todos los valores, también hacia todos los valores de las cosas y hacia todos los valores de los otros ¡en tanto en cuanto sean suyos o vayan a serlo o puedan serlo, y estén relacionados con él! ¡Todo esto es justamente lo contrario del amor de uno mismo!
.MaX ScHeLeR
"Sobre la fenomenología del amor y del odio", en Gramática de los sentimientos
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Hasta ahora se nos ha dicho: «Ama a tu prójimo.» Pues bien, si pongo este precepto en práctica, ¿qué resultará? (…) Pues resultará que dividiré mi capa en dos mitades, daré una mitad a mi prójimo y los dos nos quedaremos medio desnudos ante el frío. Un proverbio ruso dice que el que persigue varias liebres a la vez no caza ninguna. La ciencia me ordena amar a mi propia persona más que a nada en el mundo, ya que aquí abajo todo descansa en el interés personal. Si te amas a ti mismo, harás buenos negocios y conservarás tu capa entera. La economía política añade que cuanto más se elevan las fortunas privadas en una sociedad o, dicho en otros términos, más capas enteras se ven, más sólida es su base y mejor su organización. Por lo tanto, trabajando para mí solo, trabajo, en realidad, para todo el mundo, pues contribuyo a que mi prójimo reciba algo más que la mitad de mi capa, y no por un acto de generosidad individual y privada, sino a consecuencia del progreso general. La idea no puede ser más sencilla.
.FIoDoR DoStoYevSkI
Crimen y castigo
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(...) Quizá hallemos la pista en uno de los pretendidos ideales postulados por la sociedad civilizada. Es el precepto «Amarás al prójimo como a ti mismo», que goza de universal nombradía y seguramente es más antiguo que el cristianismo, a pesar de que éste lo ostenta como su más encomiable conquista; pero sin duda no es muy antiguo, pues el hombre aún no lo conocía en épocas ya históricas. Adoptemos frente al mismo una actitud ingenua, como si lo oyésemos por vez primera: entonces no podremos contener un sentimiento de asombro y extrañeza. ¿Por qué tendríamos que hacerlo? ¿De qué podría servirnos? Pero, ante todo, ¿cómo llegar a cumplirlo? ¿De qué manera podríamos adoptar semejante actitud? Mi amor es para mí algo muy precioso, que no tengo derecho a derrochar insensatamente. Me impone obligaciones que debo estar dispuesto a cumplir con sacrificios. Si amo a alguien es preciso que éste lo merezca por cualquier título. (Descarto aquí la utilidad que podría reportarme, así como su posible valor como objeto sexual, pues estas dos formas de vinculación nada tienen que ver con el precepto del amor al prójimo.) Merecería mi amor si se me asemejara en aspectos importantes, a punto tal que pudiera amar en él a mí mismo; lo merecería si fuera más perfecto de lo que yo soy, en tal medida que pudiera amar en él al ideal de mi propia persona; debería amarlo si fuera el hijo de mi amigo, pues el dolor de éste, si algún mal le sucediera, también sería mi dolor, yo tendría que compartirlo. En cambio, si me fuera extraño y si no me atrajese ninguno de sus propios valores, ninguna importancia que hubiera adquirido para mi vida afectiva entonces me sería muy difícil amarlo. Hasta sería injusto si lo amara, pues los míos aprecian mi amor como una demostración de preferencia, y les haría injusticia si los equiparase con un extraño. Pero si he de amarlo con ese amor general por todo el Universo, simplemente porque también él es una criatura de este mundo, como el insecto, el gusano y la culebra, entonces me temo que sólo le corresponda una ínfima parte de amor, de ningún modo tanto como la razón me autoriza a guardar para mí mismo. ¿A qué viene entonces tan solemne presentación de un precepto que razonablemente a nadie puede aconsejarse cumplir?
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SiGMuND FrEuD
El malestar en la cultura